viernes, 20 de mayo de 2011

PINTANDO EN EL VACIO


Sobre la mesa, una hoja de papel de un blanco inmaculado atraía la mirada de Juan.  Su mente cargada de imágenes era incapaz de transmitir las órdenes necesarias a su mano para trasladar todas aquellas imágenes al papel, porque al mismo tiempo un sinfín de voces imaginarias trataban de decirle todo lo que debía hacer. Su mente repleta de voces, formas, técnicas, no tenía espacio para nada más.
 Miraba fijamente al papel, recorriendo con su mirada toda le extensión del folio, ya no le parecía tan blanco como al principio, comenzaba a ver rugosidades, pequeñas sombras, y poco después la intensidad tonal comenzaba a disminuir, la vista perdía intensidad, focalizada menos en un solo punto, ganaba en percepción de todo el conjunto. Las voces se fueron apagando hasta desaparecer totalmente, y las figuras de su mente comenzaron a tomar vida trasladándose en un baile mágico sobre el papel.
Una corriente eléctrica recorrió su cuerpo imprimiendo una chispa de vida. Sus dedos se deslizaron hacia la barra de tinta y comenzó a rasparla sobre la superficie rugosa de la piedra. Un poco más de agua, unos círculos más de la barra, el sonido producido en esta operación le hacía ver las tonalidades, no ya en su mente ni en el papel sino en un espacio atemporal.          El fondo del suzuri se iba llenando de un líquido cada vez más denso, la barra de tinta se deslizaba    sobre la rugosidad de la piedra y entre estos dos elementos surgía uno nuevo que suavizaba la fricción, permitiendo un deslizamiento sin asperezas. Aislados ambos por una capa gelatinosa, aterciopelada, y sobre todo de una suavidad extrema.
Dejó la barra de tinta y su mano pareció acariciar el trozo de bambú que unía en su base los pelos del pincel, entrelazándose en los dedos generando un nuevo cuerpo de carne, madera, nervios y mente.  Impregnó el pincel de agua clara y su mano quedó expectante en espera de la acción,  manteniéndolo entre sus dedos sin aprisionarlo.
 Todas las figuras habían volado de su mente para ocupar el espacio del papel. Juan había perdido el interés por los trazos futuros deleitándose en los vacíos  que darían forma a sus dibujos. Vio como desde la punta del pelo de su pincel preñado de agua caía una gota sobre el papel, tan solo unos centímetros de caída en un espacio de tiempo interminable. Dejó de ver el papel.  Pincel, agua y tinta se hicieron uno y se acercaron en calma a la gran superficie blanca del papel extendido sobre la mesa.  Las pinceladas se hicieron visibles, el pincel dejó de ser pincel, Juan dejó de existir para convertirse en danza. Apareció la riqueza del vacío dando forma a lo lleno. El movimiento trascendió del simple papel y comenzó a realizar su tai chi.
  Ya no había papel y todo él se convertía en pincel y en sus movimientos aparecían los primeros rayos solares que daban vida a un ciruelo en flor, o la densidad de una rama de bambú, la nostalgia de un crisantemo o la frescura de una orquídea.
 La sucesión de movimientos enlazados trasladaban a Juan a zonas remotas, tan pronto se sumergía en una ola o cabalgaba el viento, sin moverse de su mesa percibía los movimientos del tai chi. Se había convertido en pincel, el espacio era el papel y la pintura se había convertido en vacío.
Su taza de té, se había vaciado.