martes, 12 de abril de 2011

EL APRENDIZ ESTRESADO (Ficción)

Aquella mañana de primavera, Juan se despertó temprano. El día comenzaba a clarear, aparentemente una mañana igual a tantas otras y sin embargo todo parecía distinto.
Vivía en una casa nueva con las paredes bien insonorizadas, pero había demasiados ruidos de cañerías, como si todos sus vecinos se hubieran puesto de acuerdo a la hora de vaciar las cisternas del retrete.
Los sonidos se multiplicaban en el interior de su cabeza como si se tratase de una gran caja de resonancia. Abrió la ventana y los ruidos de la calle le golpearon con furia en los oídos.
Desayunó tratando de no hacer caso a la legión de enanitos herreros que golpeaban con martillos y yunques en su cerebro, y salió a la calle como lo hacía todos los días camino del trabajo.
Pasó el día como pudo, presionado por su jefe, que le exigía más trabajo en menos tiempo. Miraba de reojo a sus compañeros que ralentizaban su actividad. Las paredes de la oficina empequeñecían el espacio y no le dejaban respirar.
Veinte veces estuvo a punto de levantarse de la silla y salir a la calle, y andar sin rumbo fijo, hasta donde lo llevase el destino, pero al mismo tiempo una voz interna le decía:
-¿A dónde quieres ir? ¿No te das cuenta de que tus preocupaciones irán contigo?
Buscó remedio a sus problemas, y un compañero puso encima de la mesa un periódico, con los resultados deportivos en la portada. Pero la vista de Juan quedó atrapada en un pequeño recuadro donde se anunciaban los beneficios del Tai Chi, aparentemente servía para todo, en un momento podía quitarte el estrés, curarte el insomnio, dolores de espalda, si la mitad de lo que ponía el anuncio se cumplía, esta actividad era una maravilla. Y como tantos otros antes que él decidió probar.
Su primera clase. Sabía que tendría que enfrentarse ante lo desconocido, pero ya había visto muchas veces en televisión como realizaban esos movimientos lentos grupos de ancianos y mujeres en las plazas de China. No podía ser tan difícil practicarlo.
Miraba a su alrededor y veía a sus compañeros que hablaban de los movimientos de tai chi y los beneficios que les había proporcionado, algunos, vestían trajes de cuello mao y botonadura de tela, daban la sensación de estar en posesión de todos los conocimientos de la China milenaria. El profesor iniciaba unos ejercicios de calentamiento, y Juan miraba a unos lados y a otros para fijarse en los demás y seguir el ritmo de los movimientos. Pero toda aquella gente iba a su “puñetera bola”, Unos brazos subían cuando otros bajaban, unas manos giraban hacia la derecha, y otras hacia la izquierda.
Pasó el suplicio, y otro peor se le venía encima. A lo lejos oyó la voz del profesor:
-Meditación, pies paralelos, rodillas flexionadas, espalda recta…
Y perdió la cuenta del resto de las órdenes, miró hacia un lado y hacia el otro, y trató de imitar a los demás. Las piernas le dolían, sentía la espalda tensa, las mandíbulas contraídas, y para evitar ese dolor trataba de enderezar poco a poco las rodillas, volviendo inmediatamente a su posición inicial.
Su mente parecía un torbellino, por ella pasó en un momento lo que había hecho aquel día, personas con las que se había cruzado en la calle y que había pasado desapercibidas en aquel momento, y la vocecilla otra vez le decía con aire burlón:
-Mejor estarías tomándote unos vinos, eso sí que es hacer tai chi.
Sus piernas comenzaban a vibrar produciéndole más tensión, comenzaba a no poder tragar saliva, y aquello le producía un mayor grado de estrés.
A lo lejos pudo oír la voz del profesor que lo hizo volver a la clase.
El siguiente paso se trataba del aprendizaje de tai chi propiamente dicho, coordinar brazos, pies, cuerpo. Aquello era demasiado para Juan, adelante, atrás etc. Su cuerpo no le seguía, cada extremidad se comportaba de una manera anárquica sin querer seguir las órdenes recibidas del cerebro. Esto le producía un sudor helado que de pronto se convertía en calor y una desazón tremenda en la boca del estómago.
¿Cuántas veces quiso salirse del grupo y desaparecer?
Nadie lo sabe, ni siquiera él mismo. De aquella primera jornada, le queda el recuerdo de la tensión, las agujetas, el sentido del ridículo y poco más,
Ahora sigue pensando que una charla ante un vaso de vino y un pincho, también es hacer tai chi.

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